Hechizo de la gastronomía
La historia de la cocina, en última instancia, es una historia del apetito, de las costumbres y del gusto. La cocina procede de dos fuentes: una, popular; la otra, sabia.
Existe una comida campesina, una comida plebeya, del ama de casa o de la modesta cocinera domestica, y una cocina de profesionales que sólo cocineros ardorosos y con dedicación exclusiva pueden realizar.
La cocina popular tiene a su favor que es del terruño, del mercado. Explota los productos de la región y, según la temporada, está en estrecha relación con la naturaleza y basada sobre un “saber hacer” ancestral que se transmite por las vías inconscientes de la imitación y la costumbre: fórmulas de cocción ya probadas, pacientemente aplicadas y en estrecha dependencia con ciertos instrumentos de cocina lo suficientemente arraigados por la tradición. Este tipo de cocina “no viaja” o “viaja mal”, se corrompe con los desplazamientos culturales y geográficos. La segunda cocina, la sabia, se basa tanto en los hallazgos y los intercambios como en la experimentación.
La historia de la gastronomía es, precisamente, un encadenamiento de permutas y dificultades, de alejamientos y reconciliaciones entre la cocina corriente y la cocina con arte. El arte, aun siendo creación personal, es imposible sin una base artesanal.
Si la cocina es un refinamiento de la alimentación, la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma. Un chef que no empieza por cocinar y combinar los productos básicos de la cocina por lo menos tan bien como un ama de casa, está claro que es un farsante. La gran cocina no pertenece imperiosamente a los privilegiados.
Las clases ricas, las naciones ricas, no siempre son las que mejor comen. En muchos pueblos pobres se elaboran platos exquisitos y asombrosos, como la “barbacoa” de los indios de México (cabrito cocido lentamente bajo tierra caliente), o el “mole poblano” también de México (guiso de pavo al chocolate). De la nación más opulenta del planeta, Octavio Paz ha dicho: “La cocina norteamericana tradicional es una cocina sin misterios: alimentos simples, nutritivos y poco condimentados. El placer es una noción (una sensación) ausente de la cocina yanqui tradicional”.
Pero es innegable, también, que si el nivel de vida no basta para suscitar el gran arte, tampoco una tradición gastronómica es capaz de resistir una miseria muy dura y prolongada. La tradición no puede perpetuarse sin una práctica cotidiana, pero no habrá consagración de los hábitos sin un mínimo de bienestar o desahogo.
“La comida del dominicano –una vez dije– no es la cocina de palacio, sino un producto de la etnología o de una mezcla de biología y etnología”.
Desde principios del siglo XX, el dominicano de clase media almuerza cotidianamente lo mismo: arroz, habichuelas, carne (de pollo, de cerdo o de vaca) y plátano: los cuatro cuarteles de la testaruda “bandera dominicana”. El arroz y la habichuela se ligan, en ocasiones, para producir el moro.
El arroz y el pollo también hacen mejunje y provocan un sabor reiterado: el arroz con pollo. Una o dos veces a la semana, si acaso, se prepara el sancocho: de víveres (tubérculos) o de habichuelas rojas. Comerse un pato o una guinea guisada al vino es cada vez más infrecuente y exótico.
Salvo en las poblaciones costeras, los dominicanos de clase acomodada ingieren muy poco pescado. La preparación del pescado frito, de la minuta o del pescado con coco resulta habitual únicamente en Samaná, Sabana de la Mar, Miches, San Pedro de Macorís y otros pueblos costeros.
El chivo guisado con orégano es un plato corriente tan sólo en las mesas de la Línea Noroeste o del Sur profundo. Cerca de la frontera, el chivo se hace acompañar de chenchén, suerte de engrudo que los haitianos fabrican con harina de maíz muy basta. El puerco asado a la puya, tradicional o chilindrón (relleno de moro), se deja ver como un manjar para ocasiones especiales y en las navidades.
Sencilla, estática, aunque en ocasiones mágica, la cocina dominicana tiene líneas rezagadas de la culinaria medieval. Así, la fuerza de las especias, de los azucares y de los ácidos, y más que nada su mezcla, tiende a matar todo gusto diferente. La revolución gastronómica ocurrida en Europa durante los siglos XVII y XVIII supuso, en principio, una búsqueda de sabores más finos, del verdadero sabor natural de cada producto, contra esa voluminosa artillería gótica.
Desdichadamente, los primores que suscitó aquella subversión culinaria no llegaron hasta un islote que sobrevivía, en esos tiempos, merced a los escasos recursos que provenían de España.
Es evidente que la gran cocina “sabia” surge y se desarrolla en aquellos países donde existe ya una buena cocina tradicional, sabrosa y variada, que le sirve de fundamento. La cocina dominicana cotidiana, aquella que se basa en los productos del suelo y aparece vinculada a una sabiduría patrimonial, ha evolucionado muy poco en los últimos cincuenta años.
Los grandes cocineros nacionales, que los hay y estupendos, consagran su arte preferentemente a la elaboración de platos para “entendidos”, para gourmets , con un pronunciado giro hacia la gastronomía francesa, italiana o española. Carecemos, salvo excepciones no siempre honrosas, de restaurantes y establecimientos donde la tradición culinaria nacional sea objeto de innovación y ensayo, y en los que la búsqueda y la reflexión vayan guiadas por la sensibilidad de grandes artistas.
El deseo de remediar una cierta pobreza, una determinada monotonía en la cocina propia, nos ha llevado a importar platos extranjeros de marcado sabor. Pero estos no solamente representan comidas exóticas, sino también fabricaciones de origen popular o campesino. Es el caso, por ejemplo, de la pizza napolitana, de la lasaña boloñesa, del cus-cús marroquí y argelino, de la paella española, del curry indio, de la feijoada brasileña, de los tacos y moles mexicanos, del roast-beef a la inglesa, de las berenjenas a la turca, del chofán y el chopsuey del Chinatown californiano, de los sushi y sashimi japoneses. Estas comidas regionales, entretanto, satisfacen los apetitos globalizadores de la clase media nacional, sus veleidades internacionalistas, y ahogan el florecimiento de una verdadera gastronomía cimentada en los productos y usos del país.
Imposible pasar por alto, además, que las revoluciones gastronómicas son igualmente revoluciones en la terminología. Como en el caso de la “nueva cocina francesa”, la nouvelle cuisine , se trata más de un aparato verbal, de una prosopopeya, de un artificio, que de una verdadera transfiguración gastronómica. El periodista Honoré Bostel se burló, en 1978, de las innovaciones retóricas de esta escuela (poco menos que extravagante y de resultados insípidos).
Nuestras flamantes elites económicas concurren asiduamente a restaurantes franceses, italianos y españoles. A veces se procura tan sólo la excitación del menú, la provocación del nombre, la musicalidad ocasionada por el título de un plato: lengua de ternera en gelatina, aspics de crestas y riñones, chaud-froid de faisán, darnes de salmón, galantinas de merluza en mantequilla de Montpellier.
La gastronomía, como toda costumbre, cambia y ordena sus valores con el tiempo y las circunstancias. La cocina nuestra, la cocina entrañablemente propia, de verdad, muy poco varió y prosperó durante el pasado siglo.
Recluida inapelablemente en el hogar, desterrada de los establecimientos públicos, alejada de todo contacto con la inteligencia y la imaginación, la cocina nacional reclama retoños, brotes lozanos, renuevos iluminados por el talento y la fantasía. Porque con tanto fast-food en las calles y plazuelas, con tanta hamburguesa trashumante, vivimos el riesgo de perder lo poco que todavía nos queda. Como irremisiblemente hemos perdido el merengue, o acaso como vamos extraviando el idioma, quizás de la manera en que a cada instante se nos deshace la historia.
Pedro Delgado Malagón, Revista Rumbo