Palabras de Clausura en el Seminario sobre Ética,Transparencia y Prevención de la Corrupción realizado por la Universidad APEC (UNAPEC) y la Comisión Nacional de Etica y Combate a la Corrupción (cnECC), a cargo del Rector, Justo Pedro Castellanos Robert Klitgaard, ex Presidente de la Universidad Graduada Claremont, en California, ex Decano de la Escuela Graduada Pardee Rand, en Santa Mónica, profesor de Economía en la Escuela de Negocios de Yale y en la Escuela de Gobierno de Harvard, entre otras universidades; consultor internacional de más de treinta gobiernos y de las principales instituciones y organismos internacionales; el experto líder a nivel mundial en materia de corrupción, según lo define The Christian Science Monitor, inicia su libro «Controlando la Corrupción», ya un clásico en la bibliografía sobre el tema, señalando el hecho de que «En los últimos años, el rasgo sobresaliente de muchos cambios de jefatura gubernamentales ha sido la promesa en cuanto a hacer algo respecto a la corrupción». «Como las enfermedades, la corrupción estará siempre entre nosotros» ; o bien «que la corrupción nunca puede ser totalmente erradicada» Dato, más que simple opinión, junto a él hay que colocar este otro: muchos de esos nuevos gobiernos, aún los mejores intencionados, los más decididos, los que han gozado de mejores condiciones socio- políticas, han fracasado, a veces de manera estrepitosa, en sus esfuerzos por enfrentar la corrupción administrativa. Procede preguntarnos: ¿a qué se han debido tales fracasos?; ¿acaso están condenadas nuestras sociedades a vivir continuamente esta experiencia lamentable y frustratoria? Desde ya conviene saber, con Klitgaard, que «Como las enfermedades, la corrupción estará siempre entre nosotros» ; o bien «que la corrupción nunca puede ser totalmente erradicada» , por lo que pretender tal cosa, como gustan algunos de plantear en discursos rimbombantes y simpáticos, constituye un escenario imposible que, como tal, no debemos perseguir. Lo que sí es posible, y ello con sobrado éxito, es controlarla, reducir sustancialmente su incidencia en la sociedad; lograr que el cuerpo social sea sano, saludable y fuerte para superar cualquier enfermedad, especialmente ésta. En todo caso, en cualquier país, en cualquier época, la corrupción pública es problema difícil y complejo e iguales son las medidas para enfrentarla. No existe acuerdo, ni aún entre los más renombrados especialistas, en torno a cuáles pueden ser las soluciones más efectivas. Abonan cada una de las disímiles posiciones al respecto, las visiones políticas e ideológicas que se tienen sobre el ser humano, sobre la sociedad, sobre el Estado, sobre la política, sobre el derecho, sobre la moral. No es quimérica, en efecto, la posibilidad de trascender el conocido marco de los discursos políticos y morales y generar un cuadro nuevo en el que la corrupción deje de ser la norma y pase a ser la excepción. Así, mientras con la visión más tradicional, esquemática y simplista, unos apuestan todo a la represión como arma fundamental y reclaman, entonces, la mayor cantidad de castigos ejemplares contra los infractores; otros entienden que esa apuesta implica una desventaja importante por cuanto los coloca detrás del problema y los obliga a accionar después de su ocurrencia; otros, por su parte, plantean la necesidad de ir a los orígenes y a las raíces, ubicados estos en la conciencia y la conducta humanas, y desarrollar, entonces, mejores y más potentes programas de educación ética; y otros, finalmente, entienden que el problema es de factura netamente administrativa y que, por tanto, las mejores soluciones proceden de la mejora de los procesos y de los controles administrativos, así como de la reducción de una mediocre burocracia pública. La realidad es que, aunque lo parezca, no es contradictorio concluir que todas esas posiciones son acertadas. La realidad es que el problema tiene múltiples causas. Unas de carácter económico, por cuanto los bajos salarios que normalmente se paga a los funcionarios y empleados públicos, civiles y militares, constituyen un aliciente importante a las prácticas corruptas. Otras relativas a la calidad de la gestión, por cuanto la ausencia de controles o la existencia de controles obsoletos promueven una administración ineficiente, débil, vulnerable. Otras de carácter legal, por cuanto la ausencia de leyes o la existencia de leyes débiles y atrasadas permiten que ciertos comportamientos no puedan ser perseguidos y sancionados o no puedan serlo adecuadamente. Otras, finalmente, de carácter cultural, relativas a la vigencia entre nosotros de una «cultura de la corrupción», una visión, sustentada por una cantidad mayor que lo deseable, de la administración pública como botín que, como tal, se asalta, se toma, se usa para beneficio privado. En fin, que esa naturaleza, así definida, aconseja soluciones múltiples. Tal es la complejidad del problema. Tal es la complejidad de las soluciones. Imperativos de carácter moral y legal, pero también económicos y sociales, se nos imponen para enfrentar el problema con firmeza y sin dilación. Hace falta más. Se necesitan, además, una correcta visión del problema, inteligencia, creatividad, audacia para diseñar políticas e implementar planes y acciones. Existe una relación de causalidad entre los niveles de corrupción y los niveles de pobreza de nuestras sociedades y ello cobra particular relevancia en la situación de crisis a que hemos sido empujados especialmente por la coyuntura internacional. Asimismo, los niveles de la corrupción pública son cada vez más tomados en cuenta por los inversionistas y organismos internacionales como elementos determinantes para decidir sus operaciones económicas. Dificultades incluidas, conviene, sin embargo, que tengamos la certeza de que es posible combatir la corrupción y tener éxito en ello; que el fracaso no es la única opción; que no hay razón, pues, para la resignación y la frustración. No es quimérica, en efecto, la posibilidad de trascender el conocido marco de los discursos políticos y morales y generar un cuadro nuevo en el que la corrupción deje de ser la norma y pase a ser la excepción. Ganar el éxito en ello, supone en primer lugar una dosis fundamental de voluntad política, referida ella no solamente al Presidente de la República ni al Poder Ejecutivo, sino también al Estado todo, al Poder Legislativo, al Poder Judicial, al Poder Municipal y, por supuesto, a toda la sociedad. Sin voluntad política, ninguna victoria es posible. Tampoco, si sólo tenemos voluntad política. Sólo con decisión y voluntad, así de fundamentales, no se gana la gloria posible. Hace falta más. Se necesitan, además, una correcta visión del problema, inteligencia, creatividad, audacia para diseñar políticas e implementar planes y acciones. Una correcta visión del problema supone tener un enfoque sistémico porque, en palabras de Luis Moreno Ocampo, abogado, fiscal y teórico argentino, «el problema no es detectar personas culpables, sino detectar los sistemas culpables; porque las personas son reemplazadas por otras que hacen lo mismo, y lo que se busca es cambiar el sistema.» . El problema, pues, no es que se produzcan hechos de corrupción -que siempre se van a producir, en cualquier sociedad, en cualquier tiempo-, sino que existan sistemas que permitan y promuevan la corrupción generalizada en nuestros gobiernos y en nuestras sociedades. Una correcta visión del problema supone, asimismo, tener un enfoque integral del mismo y, a partir de su causalidad diversa, accionar al mismo tiempo en el ámbito correctivo y en el preventivo, haciéndolos armónicos y complementarios. Así, al tiempo de fortalecer la capacidad sancionadora y lograr, en palabras de Klitgaard, infundir miedo en los corazones de los corruptos, hay que redoblar los esfuerzos por prevenir y evitar la ocurrencia del problema, conociéndolo y atacándolo en sus orígenes y raíces. La prevención de la corrupción, desconocida en el pasado reciente y hegemónica en las concepciones modernas sobre el problema, tiene particular relevancia, toda vez que su impacto económico es infinitamente superior al que resulta del accionar correctivo, porque cuando los casos llegan al ámbito judicial, los fondos ya desaparecieron y con demasiada frecuencia se imposibilita su recuperación. Más aún, en países en los que se ha generalizado la corrupción, como dice Moreno Ocampo, «no es el sistema penal el que puede controlar la situación», pues ello «Es como pretender poner un dique en medio del mar» . Armados con esa visión de las cosas, son innumerables las estrategias y acciones correctivas y preventivas que se pueden desarrollar, las cuales no abordaré ahora. Imposible abarcar en estas líneas el problema en toda su extensión, por lo que aprovecharé esta oportunidad para referirme solamente a dos de sus aspectos fundamentales.
Uno, su componente cultural. Tiene, en efecto, vigencia entre nosotros una «cultura de la corrupción», que ya mencionamos, esa visión compartida por muchos a partir de la cual se tiene la disposición a vivir en el seno de un ambiente corrupto, desde el adolescente que hace sus exámenes acudiendo a métodos fraudulentos, pasando por el joven que violenta de la manera más burda, imprudente e irresponsable las normas de tránsito hasta el funcionario público que ejerce sus funciones y deriva de ellas, mediante mecanismos ilegales, beneficios económicos para sí y para sus allegados. Superar esa cultura con una cultura de trabajo, honestidad, solidaridad, servicio y respeto a las leyeses acaso más difícil que avanzar en cualquiera otra de las vertientes del problema y tiene tanta importancia que sin él, pueden perder sentido todos los demás esfuerzos. Es fundamental, en efecto, desarrollar un trabajo sostenido y paciente en la conducta, la conciencia, la formación, la educación de nuestros ciudadanos; animar culturalmente el país, hacer proselitismo moral a través de todos los medios culturales, promoviendo los valores humanos más sanos y rechazando aquellos que sustentan esa «cultura de la corrupción». «La exaltación de los valores morales -dice el profesor Luis Salas, de la Universidad de la Florida- por medio del sistema educativo, de la comunicación social y de las actividades culturales, recreacionales y políticas es, pues, imprescindible» . ¡El país nos necesita ahora; requiere con urgencia que engrosemos el ejército mayoritario de quienes le amamos gratuita e intensamente y hemos decidido vivir conforme con la ley y con los principios éticos que animaron a nuestros padres fundadores, a nuestros héroes y mártires, a los buenos dominicanos de siempre. Con demasiada frecuencia, obviamos el papel fundamental e insustituible, la responsabilidad individual e indelegable que corresponde a cada uno de nosotros en ese cambio cultural necesario, en esa transformación esencial, posible únicamente hacia el interior de nuestra propia humanidad, en ese camino solitario en el templo que somos cada uno. Con demasiada frecuencia, obviamos, asimismo, la enorme posibilidad transformadora que tenemos al interior de nuestras familias. Esa «cultura de la corrupción» no puede ser superada si no es por nosotros mismos, por cada uno de nosotros, desde nuestros escenarios individuales. Como ha dicho el Profesor de Administración Pública de la Universidad del Sur de California, Gerald E. Caiden: «es responsabilidad de todo individuo rechazar la corrupción, cuando se presenta cara a cara; resistirla y estar dispuesto, si fuera necesario, a sacar la cara y decir ‘no la voy a tolerar’ y no sólo no la voy a tolerar, sino que ‘no voy a participar en ella» . Vinculado con el anterior, el otro aspecto es el de la participación ciudadana. Está muy extendida entre nosotros la idea de que la corrupción administrativa nace en el aparato público, que es un problema del gobierno y sólo al gobierno, pues, corresponden sus soluciones. En realidad, el de la corrupción es un problema social y humano que se expresa en el aparato público. El gobierno ciertamente tiene una responsabilidad primera, fundamental, inexcusable, en prevenir su desarrollo y sancionar su ocurrencia. Pero no es un asunto sólo el gobierno. Como muchos otros problemas sociales, este no podrá ser enfrentado con éxito si no es con la participación de la sociedad toda, de las iglesias, de los empresarios, de los trabajadores, de las organizaciones barriales, de los clubes sociales, de los medios de comunicación, de los educadores, de los intelectuales, de los artistas. Es la participación ciudadana la que puede evitar que el combate a la corrupción administrativa quede reducido a un intrascendente asunto burocrático; la que puede dar vida e intensidad, continuidad y sentido estratégico a los esfuerzos por enfrentar el problema. Como ha dicho Moreno Ocampo, se trata de «utilizar a las personas que pagan los costos de la corrupción y no reciben sus beneficios, para que actúen como un elemento externo al sistema de corrupción, intentando reducirlo y controlarlo» . Klitgaard llega más lejos y plantea que dicha participación es fundamental no sólo «porque la presión del público puede ser vital en la política de lucha contra la corrupción» , sino porque, más aun, «la cooperación de la gente es importante para descubrir y procesar legalmente actos ilícitos» , conforme lo cual la denuncia adquiere un sentido ético y democrático y como tal se convierte en un arma de gran poder y valor. El de la corrupción, especialmente de la corrupción administrativa, es un problema capital de nuestra sociedad. La calidad de la democracia, de la vida social, depende del nivel que podamos alcanzar en su control. Complejidades y dificultades aparte, afirmo que es posible tener éxito en ello. No estamos, pues, condenados al fracaso. La alternativa no es la resignación ni la frustración. Nada superior impide que podamos disfrutar los éxitos que han alcanzado sociedades de semejante conformación y nivel de desarrollo que la nuestra. Ello, sin embargo, depende en gran medida del compromiso y del esfuerzo de toda la Nación, del Estado y del gobierno en primer lugar, pero también de la sociedad toda, de cada uno de nosotros como individuos. Hago, pues, la exhortación a todos para que participemos de manera activa, intensa y responsable en la construcción del mejor destino dominicano. ¡El país nos necesita ahora; requiere con urgencia que engrosemos el ejército mayoritario de quienes le amamos gratuita e intensamente y hemos decidido vivir conforme con la ley y con los principios éticos que animaron a nuestros padres fundadores, a nuestros héroes y mártires, a los buenos dominicanos de siempre. ¡UNAPEC, nuestra universidad, estará también en la hora de luchar por una mejor República Dominicana!
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Fecha de Publicación: 15 de Mayo del 2009 |
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